Hace unas semanas escribí esta historia para una persona a la que tengo especial cariño... ella ya la ha leído y me apetece que vosotros también la leais. Busco un título para ella... se aceptan sugerencias!!! ;) Ahí va...
2014…
Diego Alvarado dio otro trago a su whisky, se
reclinó en su asiento y volvió a mirar por la ventanilla del avión que lo
llevaba desde Nueva York hasta Uruguay. El día siguiente se reuniría con su
contacto en aquel país, un tipo al que no conocía en persona pero que tenía tan
pocos escrúpulos como él y con el que esperaba firmar un acuerdo para
incorporar a su imperio de joyería unas nuevas piezas que habían aparecido cerca
de la ciudad de Artigas; unas exclusivas ágatas de un color tan raro como maravilloso
que distaban mucho de las que se comercializaban en el resto del mundo. Diego
nunca se habría conformado con menos: nadie se hacía tan rico como él haciendo
lo mismo que hacían los demás… Había pasado veinte largos años elaborando las
más fabulosas joyas cuya base eran las amatistas de Amatitlan y creía que había
llegado el momento de cambiar un poco el rumbo y hacer de las ágatas su nueva
fuente de ingresos. Una sonrisa lobuna apareció en su rostro, nada era tan
importante como el dinero y él sabía mejor que nadie que no siempre se
conseguía de una manera limpia. Pero… ¿a quién le importaba eso? La sociedad de
Nueva York lo admiraba y envidiaba, tenía en su cama a las mujeres que quería y
se deshacía de lo que le molestaba con solo chascar los dedos. Sin embargo, no
siempre había sido así… Si bien es cierto que en la actualidad vivía en la
élite, nadie conocía sus inicios… Y, desde luego, estos habían sido duros.
Diego se removió incomodo en el asiento; pocas veces pensaba ya en aquel
pasado… pero en ocasiones, la conciencia picaba y aquella era una de esas
ocasiones. Encendió su Ipad y abrió la edición digital de un importante
periódico. Empezó a leer intentando relajarse, pero le fue imposible….
resignado, volvió a apagar la tablet y miró de nuevo por la ventana. Su mente
viajó en el tiempo… veinte años atrás.
Veinte años atrás…
Hacía frío en la mina. Nadie lo diría estando
en el estado de Guerrero, en México, pero en las profundidades de la montaña no
existía el tiempo tropical. Tampoco sabía cuando era de día y cuando de noche…
Llevaba varias semanas sin salir a la calle. Dormía cuando tenía sueño y cuando
tenía hambre comía pan y algo de queso rancio que algunos de sus compañeros le
llevaban de vez en cuando. Las heridas de las manos le escocían como rayos pero
no lloraba. Era mejor trabajar en la mina, “El Cinturón de Oro”, que haber
murto a manos de cualquier banda criminal como lo habían hecho sus padres.
Todavía podía oler la sangre que había en sus cuerpos cuando encontró los
cadáveres. Aquel día, había dejado la que había sido su casa y todo lo que
conocía, había agarrado una vieja mochila con alguna foto de su familia y había
caminado durante días hasta llegar a la entrada de un yacimiento donde varios
hombres bebían cerveza y reían demasiado alto. Uno de los hombres le ofreció un
trago que Diego aceptó, se sentó con ellos y les escuchó hablar sobre las
amatistas que recogían en aquella mina. Los hombres hablaban bien de aquel
trabajo, por lo que el chico pensó que quizás ese fuera un buen sitio para
quedarse. Con lo que Diego no contó fue con que el empleado del gobierno que dirigía
aquella expedición le iba a dar un puesto en la mina completamente alejado del
resto, en un lugar casi sin ventilación y al que ninguno había llegado antes.
El chico tenía el tamaño y la agilidad perfecta para acceder a zonas recónditas
de la cueva y encontrar más amatistas. Los primeros días Diego trabajó feliz.
El descubrimiento de aquellas piedras le hacía sentir importante, se emocionaba
cuando sus manos escarbaban un poco más y los reflejos de esa maravilla de la
naturaleza se mostraba ante sus ojos. Alguna vez hablaba con el hombre que se
encargaba de recoger, en el inicio del túnel, la mercancía que Diego sacaba de
las rocas. El hombre parecía melancólico y al chico le caía bien porque gracias
a él aprendió que las amatistas que él recolectaba se originaban de las venas
de los depósitos de oro y hierro que cruzaban el estado de Guerrero. De ahí el
nombre de “Cinturón de Oro”. En alguna ocasión, Diego le contó el trágico final
de sus padres y aquel hombre que nunca dijo su nombre le aseguró que aquella zona,
también productora de opio, era demasiado peligrosa; estaba llena de increíbles
pero mortales bellezas. “¿Quien sabe?”, -le dijo al joven- “Tal vez estas maravillosas
amatistas por las que la gente ricas se pega provengan de los muertos que han
caído en estas tierras. ¿No ves el hermoso color sangre que hay en la base de
las piedras?”
El hombre nunca regresó. En su lugar, un
treintañero presuntuoso y soberbio recogía todos los días las piedras que Diego
conseguía encontrar. El nuevo nunca parecía tener suficiente mercancía y exigía
al joven más y más piedras. Fue entonces cuando Diego comenzó a sentir el frío
y el dolor en sus extremidades y comenzó a pensar en la posibilidad de huir de
allí y buscar una vida mejor. ¿Pero cómo? No tenía dinero, no conocía a nadie y
ni siquiera sabía qué había más allá de su pueblo natal.
Una noche, en un estado de semiinconsciencia
halló la solución. Nunca supo si la soñó o la averiguó por si mismo. Pero
funcionó. Durante varios días trabajó más rápido que nunca, buscaba y
encontraba amatistas pero no todas llegaban a manos del recogedor. En un
pequeño compartimento de su mochila iba guardando algunas de las piedras más
bonitas que encontraba y tenía la certeza de que jugaba con ventaja: nadie
podía saber el volumen de piedras que había en aquellos recovecos, por lo que
tampoco podrían saber si él se quedaba con algunas.
Nunca supo qué fue lo que le delató, tal vez
el afán por escapar de allí o la excitación de saber que pronto empezaría una
nueva vida le llevó cada vez a guardar más piedras y entregar menos al
trabajador del gobierno. No se dio cuenta hasta que en algún momento, mientras
sonreía al ver su tesoro, sintió la punta de una pistola en su nuca a la vez
que la desagradable voz del odioso secuaz del régimen resonaba en sus oídos:
“acabas de firmar tu sentencia de muerte. En Amatitlan no queremos traidores”.
Diego supo que era el final pero que si tenía que morir, lo haría matando. Con
una tranquilidad que no sentía cogió una buena piedra que había a su derecha y
sin tiempo para pensarlo, giró tan rápido que cogió totalmente desprevenido a
su enemigo y le atestó una certera pedrada en la cabeza. El funcionario cayó
desplomado al suelo y Diego, sin pararse siquiera a comprobar si el tipo seguía
respirando, cogió su mochila repleta de amatistas y salió corriendo de allí.
Los meses que siguieron su huida de Amatitlan
fueron duros, quizás los más duros de su vida. Trabajaba en lo que le salía,
avanzaba por el país haciendo autostop, dormía donde le caía la noche y nunca
pasaba más de dos días en el mismo lugar. Cuando conseguía dormir, los sueños
le atormentaban. Probablemente había matado a un hombre y tendría que vivir con
la culpa para siempre.
Su vida fue avanzando y consiguió, a base de
mucho esfuerzo y de mucha burla a la policía, cruzar la frontera de Estados
Unidos. Allí empezó a conocer a gente importante y, con las amatistas que había
robado al gobierno mexicano, comenzó a trabajar en el mundo de la joyería hasta
conseguir hacerse un hueco en la industria y un pasaporte de ciudadano
americano.
A medida que aumentaba su cuenta bancaria,
disminuían sus escrúpulos y conseguía, cada vez más y mejor, callar la voz de
su conciencia…
2014…
Finalmente no le había ido tan mal y no
entendía porqué estaba tan nervioso en aquel momento. Es cierto que no le
gustaba salir de la zona de confort que le proporcionaba su círculo de
Manhattan, pero por trabajo había recorrido muchas partes del mundo: China,
Tailandia, Sudáfrica…
Cuando el avión aterrizó por fin en el
aeropuerto de Montevideo, Diego aligeró los trámites de recogida de equipaje y
búsqueda de un taxi para llegar cuanto antes al lujoso hotel en el que se
alojaría. Una ducha rápida, una cena ligera y un sueño reparador era todo lo
que necesitaba para calmarse y olvidar todos los recuerdos que se habían
agolpado en su cabeza durante el interminable viaje.
Por la mañana se despertó como nuevo y con el
tiempo suficiente para acudir a su cita. Se puso su mejor traje, su corbata
favorita y llamó a recepción para que le pidieran un taxi mientras él
desayunaba.
Con una puntualidad británica, a las 11 en
punto de la mañana entraba en el número 25 de Bulevar Artigas, un edificio
moderno y minimalista que le recordó bastante a su propia oficina de Nueva
York. Tras cumplir los trámites de rigor, una preciosa rubia lo acompañó hasta
la oficina del jefe y lo anunció: “Señor Castellanos, ya está aquí el americano
al que esperaba”. Diego siguió a la rubia mientras salía y cerraba la puerta
del despacho y finalmente se volvió hacia el tipo que lo estaba esperando. Un
escalofrío recorrió su espalda cuando miró de frente al tal Castellanos. Esos
ojos lo habían perseguido durante veinte interminables años… los ojos que él
creía haber matado…
-Diego Alvarado-, sonrió cínico Castellanos-
Volvemos a encontrarnos….
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