martes, 17 de septiembre de 2013

Inspiración

Hace un tiempo encontré en internet una foto que me encantó. Os la dejo aquí y os cuento una historia de tantas que me inspiró.


Los rápidos toques en la puerta la sobresaltaron y despertó de golpe de ese letargo en el que llevaba rato sumida. Le costó un par de segundos ubicarse y correr a abrir. La joven camarera del hotel echó un rápido vistazo a ambos lados del pasillo antes de sacar de su delantal un papel doblado y entregárselo a la mujer que tenía en frente. Ella, con paso decidido, volvió a adentrarse en la habitación y cogió del aparador unos cuantos francos que entregó, con una sonrisa cómplice, a la camarera que esperaba nerviosa la orden de retirarse.
Cuando ella se quedó sola se dejó caer en el sillón de aquella lujosa habitación y abrió el papel con dedos temblorosos. Llevaba esperando esa nota más de tres semanas; un tiempo que había pasado lentamente y en el que su preocupación había aumentado por momentos. Tres semanas en las que cada tarde inventaba una excusa para salir y recorrer las estrechas calles que separaban su casa de aquel hotel en el que a nadie le parecía extraño que ella, la distinguida esposa de un ocupadísimo miembro del gobierno francés, se ocultara de fiestas, reuniones y discusiones sobre una guerra que parecía no terminar nunca, y buscara un poco de intimidad. Le gustaba ese hotel porque allí nadie hacía comentarios sobre aquel periodista con pasaporte británico que se reunía con ella el tercer jueves de cada mes y con el que permanecía encerrada en la habitación incontables horas. ¿Quién iba a saber que el pasaporte era falso?
Ella se vistió tranquila, sonriendo al pensar en cuánto tardaría él en quitarle la ropa y recordó las largas noches en las que un espía de las potencias del eje, le sacaba entre besos todos los planes y movimientos que estaban forjándose en el bando aliado. Ambos sabían cual era su papel en esos encuentros y ambos lo aceptaban de buena gana.
Ella se colocó el sombrero y se enfundó en aquel carísimo abrigo con apliques de visón, el último regalo con el que su importante marido había querido expiar sus culpas, y ella había dejado que lo hiciera. Volvió a mirarse por última vez en el espejo y salió de la habitación. Bajó las escaleras demasiado deprisa para los tacones y salió al frío invierno parisino. Nunca le esperaba en la calle por miedo a que alguien la reonociera y no supiera qué inventar, pero aquella vez no le importó. Caminaba de un lado para otro junto a la puerta del hotel mientras la Torre Eiffel, regia y silenciosa vigilaba sus pasos. Y en ese momento, con la Dama de Hierro como único testigo, lo vió subir las escaleras de la plaza. El también la vio y sonrió. Había pasado demasiados días recordando su sonrisa y extrañando su aroma. Aceleró el paso y cuando llegó junto a ella la abrazó como si fuera la última vez. No iba desencaminado. Un disparo sonó demasiado cerca; tanto, que no le dió tiempo a comprobar de dónde había venido. Un segundo después estaba de rodillas y un pequeño grupo de personas se agolpaba a su alrededor. Miró hacia abajo y la vio muerta en sus brazos. Su vida empezaba a desmoronarse...

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